Algunos lectores me acusan
de reiteración en los temas,
una perniciosa obsesión por la poesía,
el amor, su búsqueda y pérdida,
los escritores suicidas, el paso del tiempo.
Es cierto. Qué le vamos a hacer.
Soy un hombre de pocos recursos
y enraizadas manías.
Al fin y al cabo,
qué más da si suelo dedicarme
en mañanas algo grisáceas
a retener en la mirada el gesto
de una joven que se acaricia el pelo
y la languidez de sus piernas
me hace sentir tristeza,
si las hojas de sauces cercanos
recuerdan a Miranda Richardson
en una hermosa película que adoro.
Cuánto importa, es la mujer que amo.
(Lejos, estudia con minuciosa dedicación,
los tonos dorados de un cuadro de Klimt).
Y nuestros cuerpos que no se aman
cada noche son el territorio de la muerte.
NOCHE FESTIVA DE DICIEMBRE
Llueve como en un poema
que escribí hace pocos meses.
Creo que dedicaré esta noche
a Shakespeare. Visionaré el Macbeth
de Orson Welles y Ricardo III
con un probable sobreactuado y empalagoso
Lawrence Oliver.
Las únicas personas con las que
me gustaría tomar una copa
están muertas o no disponibles.
(Y ese inmundo sentimiento de soledad
aun junto a los que año
y sé con certeza, que a su manera
también me aman).
La soledad de quien no conoce
el espanto de la soledad,
la soledad de aquel que teme
el horror y cieno de la soledad.
AUTORRETRATO
Una pose afectada de poeta,
de vanidoso escritor, patético
ángel de ojos de cristal sucio
que el mar arrojó a la playa
cuando eras un niño demasiado delgado.
(En realidad, tan sólo un cobarde
incapaz de enfrentarse a la vida
-duele demasiado-,
siempre con máscaras
utilizadas ya tantas veces,
refugiándose inútilmente en el arte,
en las palabras que traza: el poema).
Encantador neurótico con grave
tendencia al melodrama
que llora a escondidas por poseer
la dulce carne de cualquier mujer.
Amable personaje que presiente
un final un tanto escandaloso
teñido de la absurda valentía del suicida.
Extraño amante, que aguardó, en vano,
algún signo oculto del amor.
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